Son las ocho y algunos minutos de la mañana. Estoy despierta desde hace poco, esperando a que sean y cuarto para bajarme al semáforo, donde Irene me recogerá. Es la primera vez en seis meses que me levanto a estas horas para ir a clase. Desde que terminó el curso 2004 / 2005, los únicos motivos por los que he madrugado han sido por trabajo y por viajes (las dos veces que he venido desde Valencia hasta Sevilla). Salvo Dachau.
Allí se empezaba a servir el desayuno a las 7.30, y terminaba a las 9. A esa hora comenzaban ya todas las actividades. Al principio bajábamos más temprano; después, conforme fuimos haciendo amigos y trasnochando, cada vez nos costaba más levantarnos, y ya quedábamos sobre las 8.15 o así. A esta hora estaba yo duchándome, o saliendo, a punto de bajar al comedor...
Acabamos coincidiendo casi todos a la misma hora, como si fuera algo mecánico levantarse cuando sientes que tu amiga croata, americana o el chico alemán están metiéndose ya en la ducha, y tú vas a llegar tarde.
Era maravilloso el desayuno, parece que lo estoy viendo con mis ojos ahora mismo, con todas esos cereales, puddings, cremas, nutella, mermelada, pan, leche, café, té, frutas... Siempre intentaba comerme más de lo que realmente era capaz: hace muchos años que puedo sobrevivir casi sin desayunar... con lo que yo he sido, cuando era pequeña.
Pero lo mejor de todo eran los reencuentros, los saludos de buenos días, las sonrisas, los besos; realmente nos teníamos cariño, nos echábamos de menos por la noche, que era el único momento que no compartíamos (apenas unas 7 u 8 horas al día). Me parece mentira que todo aquello ya no viva más que en algunos mails, mensajes y llamadas telefónicas.
Algunas veces sentía que aquello era como la casa de Gran Hermano, pero multiplicando los concursantes por 7, y cambiando las "pruebas" estúpidas por verdaderos retos para el intelecto. De cualquier forma, en parte me recordaba.
Vaya. Ya son y once, debería ir bajando. Va una tostada a vuestra salud, porque el café de allí nunca me gustó.