Los besos, besos son. Besos de agua y saliva, con ligero regusto a algún jugo alcohólico, quizás vodka o whisky. A veces también con sabor algo amargo, un poco desagradable, que borramos enseguida con la lengua, o que arrancamos de los labios del otro con nuestros dientes, porque no queremos besar también las bocas que ellos besaron antes, antes, mucho antes de besarnos a nosotros; queremos construir una ilusión, construir y creer la ilusión de que siempre nos besaban a nosotros, y nos besaban por primera vez.
Es igual una boca que otra, la piel se estira y se roza igual, y deja marcas en las comisuras, y los labios se hinchan y se ponen rojos del contacto. Algunos raspan un poco al acariciarles, y la piel de su cuello sabe a colonia fuerte y no a perfume suave de frutas, y los bultos de su garganta no son redondeados como esperábamos, como nos gustaría, sino que son abruptos y violentos, como un paisaje agreste en medio de la nada, cubierto de verdes prados y árboles que crecen casi a ras de suelo.
Y qué pasa con los hombros y los brazos, que deberían ser iguales, cubiertos de vello y piel tostada por el sol de verano... Pero no son iguales, echamos de menos la piel suave, la frágil pelusa sobre la clavícula, el mismo aroma a perfume en la cara interior de los brazos, del codo. No son iguales, y nos encontramos con unos músculos torneados y fuertes, unos huesos marcados sobre la carne tersa y tensa, tensa por nosotros o a pesar de nosotros, que no la queremos tensa sino suave y mullida...
Quizás podríamos decir que sí, que es y fue y será igual, sólo diversión contada a cuentagotas, algo de risas y suspiros y ningún teléfono que pueda provocar un recuerdo no deseado. Sin embargo, dentro de nosotros sabemos que no es igual, que lo que necesitamos era algo parecido a eso, pero definitivamente otra cosa, algo mucho más... mucho menos... Diferente...
Pero qué más da. Los besos, besos son.